Por Juan Martín Di Salvo
El 23 de diciembre era la cita que se terminó postergando porque la otra bandera celeste y blanca que me atraviesa el alma estaba viviendo algunos de sus días más difíciles y entonces el partido entre Vélez y Racing se jugó un jueves 27 de diciembre de 2001, con un amague de que iba a jugarse en febrero, luego del diciembre caliente, de los cinco presidentes, del corralito, del estado de sitio y de los 39 muertos.
El partido empezó para mí en la tarde del 18 de diciembre de 2001. Me llamó mi jefe de entonces, Pedro, para encomendarme la tarea más importante de las que me dio durante ese año y medio en que fui “el cadete de Gestiones”. Me dio un sobre con la plata para comprar plateas y me dijo sin rodeos: “Si mañana no venís con las entradas, te echo”. Por suerte nunca supe si fue un chiste o no.
Pedro además del jefe era el papá de Mariano, un querido amigo de la escuela con quién en ese momento compartíamos la jornada laboral y aún hoy compartimos la amistad y la pasión por la música y por la Academia, y los fines de semana, con ellos dos, Rodrigo (sobrino de Pedro y compañero de la oficina) y Emiliano (el otro hijo de Pedro) seguimos la mayoría de los partidos durante ese semestre soñado, único e irrepetible.
A la 3 de la madrugada siguiente salí caminando de la casa de mis viejos en Adrogué. Iba a la plaza Espora para tomar el colectivo 74 de la empresa San Vicente hasta la esquina del hospital Fiorito, en Avellaneda (Italia y Belgrano). Recorrí esas siete cuadras de caminata hasta la parada del bondi flotando impávido. En el camino me acordé de esa fría tarde noche de viernes cuando mí amigo Santi me había dicho mientras nos mojábamos en la popular lateral cagados de frío: “¿Será este año”?
Me acordé de cuando era pibe y Argentina le había ganado uno a cero a Uruguay por la Copa América y me puse triste porque había perdido mí ídolo: Rubén Paz. Me acordé de la tarde aquella en que con mí viejo juntamos los mangos para ir a la cancha a ver a Racing la semana en que se había muerto Tita Mattiusi, la mamá de Racing, y vimos desde la platea E -sobre la popular local- cómo Javier Lux se levantó la camiseta luego de empatar el partido frente a Rosario Central con un cabezazo y mostró una remera blanca con letras negras: “Gracias Tita”.
Me acordé cómo me cargaba el chofer del micro que me traía de la escuela después de una derrota 1-0 ante Boca un domingo a la mañana en la cancha de Vélez con gol de Chiche Soñora hasta que me cansé y le grité con mis nueve años: “Cortala porque te voy a dar vuelta esa bañadera con ruedas”.
Me acordé del orgullo que sentíamos cuando le cantábamos al Lagarto Fleita: “Fleita no tiene marido, Fleita no tiene mujer, pero tiene un hijo… que se llama Chilavert”, porque el goleador de las alegrías cuando no había alegrías le había hecho un gol de chilena y uno de rabona al paraguayo altanero que venía campeón del mundo con el Vélez de Carlos Bianchi.
Me acordé de la Supercopa del 88 y del 6-0 a Boca con los tres goles del Toti Iglesias cuando recién empezaba a sentirme fanático y de la desilusión cuando De Stéfano desarmó ese plantel. Me acordé de la maquinita que era el equipo de Brindisi (6-4 a Boca incluido), al que no le alcanzaron las fechas para pelearle el torneo mano a mano al Vélez de Bianchi a finales del 95.
Me acordé del gol del Chelo Delgado al rojo en el último minuto con tres dedos en la doble visera y del gol que erró Vilallonga de local en otro clásico después de gambetear al arquero (creo que Mondragón) la tarde en que terminamos perdiendo con un golazo de Calderón sobre el final. Me acordé del gol de cabeza de Chiquito Bossio que nos empató sobre el final en el cilindro cuando arquero de Estudiantes.
Me acordé del día que Diego y Fren agarraron el equipo como dupla técnica mientras se cumplía la suspensión por doping y Maradona prometía ponerse la camiseta de Racing. Me acordé de la tarde noche en que Racing le ganó a Boca en la Bombonera después de varios años con gol del Kiki Roberto Galarza y Diego renunciaba a su cargo porque Otero le había ganado a De Stefano las elecciones.
Me acordé del día que Nacho González le atajó el penal a Francescoli y el Chelo Delgado clavó el suyo en el ángulo para dejar afuera a River de la libertadores del 97.
Me acordé del redoblantazo a Lalín y de la vieja chiflada que decía que Racing no existía y tenía que ser liquidado y de la multitud en la cancha el día que no jugamos contra Talleres y el día que volvimos a jugar en Rosario contra Central.
Me acordé de Gustavo Costas poniendo el pecho siempre sin preguntar más que en que podía ayudar.
Me acordé del día que varios de los que iban a ser los héroes de 2001 ya comandados por el reparador de sueños Mostaza dejaron atrás el riesgo de descenso cuando el DT mandó a Milito desde el banco con fiebre a la cancha en la cancha de Colón y Diego empató el partido con un golazo propio del crack que terminó siendo.
En todo eso pensé esa madrugada del 18 de diciembre de 2001. El chofer no me cobró el boleto y pensé que eso era una buena señal en mi misión por sacar las entradas. Me bajé en el Fiorito y me senté en la calle con un montón de otrxs que hacían la fila de las plateas (que como en varios partidos más Pedro me pagaba a mí, a Rodrigo, a Mariano, a Emiliano y a Roberto -otro compañero de trabajo que era más grande que nosotros y que un 27 de diciembre de 1985 había visto en la cancha el gol de Sicher contra Atlanta en el Monumental que nos devolvió a primera).
Diez horas después y luego de compartir bizcochitos y fila con una multitud con la que ya éramos casi amigos llegué a la boletería y conseguí las entradas que salvaron mí puesto de trabajo y me permitieron estar en Vélez el día de la consagración añorada.
UN DÍA HISTÓRICO
Llegamos a Vélez con una ansiedad enorme para ver un partido que estaba absolutamente en segundo plano porque solo importaba que terminara tal como había empezado: empatado. Poco importó la torta que habían preparado los pocos hinchas de Vélez que hicieron de partenaire ese día para celebrar la posibilidad de que no se nos diera el título, poco importó el gol (en offside) de Loeschbor, el empate de Chirumbolo, la roja a Jonás. Fueron datos para llenar la estadística.
Ocurre un tumulto en el arco de Campagnuolo y me dio la sensación de que sacaba y se terminaba. Así fue. Empecé a gritar dale campeón, déjenme creer que fui yo quien inició ese grito que terminaba con la angustia mía y de tantos otros que habíamos puesto en práctica durante años con el más absoluto amor aquello de: “Quiéreme cuando menos lo merezco, es cuando más lo necesito”.