Un antes y un después puede trazarse desde la muerte de Norma Beatriz Guimil de Pla, la pensionada del barrio San José que desnudó la corrupción de un sistema y le descubrió los lagrimales a Domingo Cavallo, que tomó el PAMI de Alderete en plena fiesta menemista y puso en las portadas de todos los diarios el reclamo de jubilados y pensionados: cobrar 450 pesos por mes.
Durmió 80 días en una carpa, amenazó con ahorcarse en Plaza Lavalle si Cavallo no la atendía, se puso cara a cara con policías que la empujaban, cobardes y obedientes, para que su grito no llegara a las oficinas de los funcionarios, hizo choriceadas en la embajada para repudiar la llegada del príncipe de Inglaterra, golpeaba con su cartera a los desalineados uniformados que le pegaban y les decía lo que todos pensaban: que eran unos cobardes.
“Yo salí a luchar cuando tuve hambre”, decía. El 18 de junio de 1996 se apagó la vida de Norma, afectada por un cáncer de mama contra el cual luchó a cara descubierta, como era su costumbre. Tenía 63 años y una vida forjada en la lucha. Trabajó por 50 años, desde los 13, en fábricas como Bagley y La Bernalesa y en casas particulares sin que sus aportes figuren en el sistema de reparto. Y aquí la paradoja: la jubilada más combativa de la historia argentina jamás pudo jubilarse.
Porteña, Pla era hija de una empleada doméstica y de un conductor de tranvías de la línea 22. Se crio en Villa Dominico. A sus 19 años, en Pompeya, se enamoró de Miguel. Tuvieron cuatro hijos que criaron en San José, hiperinflación y menemismo mediantes, en la casita que pudieron comprarse y debieron sostener a pesar de que su esposo, un obrero gráfico, se quedara sin trabajo cuando quebró la empresa gráfica en la cual encuadernaba.
Atacada por el periodismo miserable, golpeada por la policía, Norma era un torbellino. Su popularidad creció tan fuerte como su reclamo. Acuciada por el tratamiento que le hizo perder el cabello, resistió que alguien le quitara la peluca cuando llegó hasta La Rural para tratar de hablar con Carlos Menem. “Fui agredida por la patota de Menem”, denunció a los medios que ya sabían quién era esa mujer que elevaba la voz a flor de cuello y el reclamo como bandera: 450.
El cáncer de mama la golpeada por dentro pero Norma tenía la fuerza de un huracán. Se arrancó el suero en la clínica Passo para darse el alta e ir a una marcha. Su figura, entonces, trepó al resto de la sociedad: los incipientes movimientos piqueteros y los estudiantes veían que ese era el camino: la resistencia en modo Norma Pla. “Le pegás a los viejos/nos mandás a la yuta/Menem Menem compadre/sos un hijo de puta”, cantaban los jóvenes en las marchas.
Empezó con una olla popular con el apoyo de dos de sus hijos y siguió una vez por semana cortando avenida Rivadavia, frente al Congreso Nacional. No hubo un solo diputado o senador que hablara con la jubilada-pensionada. Nadie quería escuchar que Norma cobraba 150 pesos por mes. En los cinco años que el país supo de Norma Pla quedó claro que era incómoda porque decía lo que nadie quería escuchar.
Fueron 100 miércoles de marchas durante cinco años hasta que llegó el fatal día en que el superministro Cavallo la recibió y le prometió lo que no iba a cumplir. El día que Norma fue Norma: dura pero buena. Y Cavallo esbozó unas lágrimas. Fue hace 30 años, el 5 de junio de 1991. Norma violó la seguridad del Congreso mientras Cavallo trataba de explicar el desastre con palabras difíciles. Acuciado por las cámaras, el ministro no tuvo opción y debió escuchar que Norma le dijera: “Si no tiene que pagar la deuda externa, no lo haga, pero páguele a los jubilados. Piense en su padre. Si lo presionan de afuera salga al balcón y dígalo, que el pueblo lo va a ayudar”. Cavallo ensayó un silencio. “Estoy emocionado”, dijo. Norma arremetió, firme pero en tono materno, le dijo: “No llore señor ministro, no llore. Tenga fuerza para defender lo suyo. Usted tiene madre, pero seguro que no está en la Plaza Lavalle con nosotros. Debe estar mejor”.
Pícara y sanguínea, buena bailarina de tango, sagaz e inteligente, filosa en el verbo, era celebrada por el pueblo que veía en Norma toda la dignidad que escaseaba en esos años 90 de pizza y champagne. Fue la primera que entendió el juego de los medios y lo aprovechó para tratar de difundir la lucha por una jubilación digna.
Quería que PAMI la condujeran los jubilados y no Carlos Alderete, el interventor. Lloró de bronca Norma el día que tomó el PAMI con su grupo de jubilados y la llevó una ambulancia. Su salud empezaba una pendiente sin retorno. Pero tuvo su revancha: había logrado echar a Matilde Menéndez y a Alderete y humilló al recién asumido Alberto Abad. “Si tenemos que sacarlo del fundillo del culo, lo vamos a hacer”, le dijo en la cara a un Abad petrificado. PAMI tenía entonces un pasivo de 1200 millones de pesos, cortes en las prestaciones y un servicio pésimo.
La “justicia”, siempre tan rápida contra el pobre, le abrió 23 causas, la detuvo en calabozos con olor a pis, le confiscó las pancartas, pero no logró apagar el fuego ni borrar la marca de una mujer que a fuerza de protestas, de ingenio y de mucha fuerza se metió en la historia como la última abanderada de los jubilados.