Esta semana, a partir de una foto que compartió la cantante Jimena Barón en su Instagram, las redes sociales volvieron a inundarse de debates (entre mujeres) sobre la responsabilidad de las influencers (y de todas) al exhibir un cuerpo determinado que siempre está acompañado de un discurso fitnees y autoaceptación bastante engañoso. Engañoso porque se presentan como algo natural y posible y como lo único.
A favor y en contra de la foto que Barón describió como “bonita” en donde se le van las costillas, el debate se profundizó y en menos de 24 horas se sumó Oriana Sabatini, otra cantante teen con casi 5 millones de seguidoras, y un posteo en donde cuenta por primera vez que sufrió durante diez años anorexia y atracones alimenticios. Oriana Sabatini, una de las jóvenes más hegemónicas de las redes sociales.
¿Por qué los cuerpos de mujeres que más se exhiben en redes sociales son tan parecidos? ¿Cuál es el mensaje que esas imágenes, que consumimos día a día con total naturalidad, nos enseñan y exigen?
“Comprar la idea de que con esfuerzo todo es posible y nadie puede detenerte es fácil: la alternativa, aceptar que en el amor existen demasiados factores (materiales, económicos y políticos, pero también personales y azarosos) que no dependen ni de tu dieta ni de tu coeficiente emocional es más angustiante”, escribe la joven filósofa argentina Tamara Tenenbaum en su último libro El fin del amor publicado en 2019.
El mensaje es claro: entrenar todos los días, comer verduras, ponerte seis cremas para la cara cada mañana y cada noche, incluso en medio de una pandemia mundial. Sentirse mejor significa sentirte más deseada, y ser más deseada significa ser más querida. ¿Pero qué es lo tengo que mostrar para que me deseen?
“El mismo CEO de L’ Oreal Argentina declara en el Beauty Report 2017 que su clientela de lujo es altamente tecnológica y “se maneja en una dimensión multipantalla”. Al igual que las mujeres de 18 a 35 años, quienes según él, tienen “su estilo de vida personal, que es único y que responde más que nada a estímulos visuales”, afirma María Laura Fasano en su ensayo El canon hegemónico de belleza como dispositivo regulador de imágenes. No seremos Jimena Barón pero compraremos sus cremas.
Fasano explica que “cuando se visualiza el cuerpo femenino como objeto consumible, al que se le niega subjetividad, voluntad y acción, se fomenta una sexualidad masculina basada en la dominación y en la violencia simbólica”. Los perfiles de mujeres en Instagram son bastantes parecidos, en términos generales: apuntan a mostrarse (y venderse) bajo una misma ficción, con determinado cuerpo, con determinadas poses y determinada búsqueda, una búsqueda de aceptación y deseo. Pero el problema es que las redes sociales en el siglo XXI se consumen como la realidad y no como una representación ficcional de ella.
Somos de carne y hueso pero también somos nuestro perfil de redes. Convivimos. En ambos planos nos enseñan cómo hay que verse para sea deseada: la mujer que puede ocupar un espacio en los medios de comunicación (pienso en Romina Malaspina de Canal 26 pero también en Morena Beltran de ESPN); la mujer que entra en los talles de la ropa que ofrecen las marcas (y el incumplimiento de la ley de talles sancionada en 2019); la mujer que sale en la publicidad del labial que te querés comprar (creyendo que vas a quedar como la chica de la foto con photoshop y ochocientos retoques digitales).
La mujer que puede ser deseada, que puede mostrarse: la que todas podemos ver, a esa mujer aspiramos. Y en la sombra, la que no existe, la que no se mira: la que no está conduciendo un noticiero, la que no consigue un jeans de su talle y la que no sale en una publicidad de un labial.
En este sentido, Maria Laura Fasano explica que “las representaciones de las feminidades contemporáneas dan cuenta de un vasto entrenamiento visual que les permite posicionarse a ellas mismas como protagonistas de la ficción. Sea mediante fotos o videos, los rastros de una composición y de una puesta en escena cinematográfica o a veces televisiva, se escabulle como un guiño de teatralidad evidente”. Todas somos nuestra propia influencer.
“La posibilidad del engaño en cierto sentido todavía existe, porque las fotos que van a la aplicación pueden ser retocadas o al menos tomadas en los mejores ángulos posibles“, escribe Tamara Tenenbaum y agrega: “la mayoría de las mujeres que conozco hacen lo imposible por decodificar hasta la última gota de información que encuentran en un perfil: igual que cuando compramos una remera y chequeamos que no tenga demasiado polyester“.
Siguen sin aparecer los cuerpos: los reales, los de todas. Los unos pero también los otros. ¿Podemos dimensionar el alcance del sometimiento con el que convivimos para aspirar ser “la chica de la foto” si Oriana Sabatini tampoco llegó a ser “la chica de la foto”?