“Me crié acá, trabajo acá, vivo acá. Soy de Longchamps de toda la vida”. Pedro dice la frase como quien busca y encuentra su destino. Como quien sabe que su lugar es este, estas paredes que empezaron siendo de adobe hace 98 años cuando su bisabuelo y otros socios edificaron una panadería que hoy es la referencia de Longchamps: La Espiga de Oro.
Como el fuego de los griegos, el horno de esta panadería casi centenaria de Longchamps sigue vivo en verano y en invierno, si llueve o sale el sol, si es lunes o sábado. Siempre a leña, a la vieja usanza.
“El horno siempre se tiene que mantener caliente, de otro modo se raja. Se refacciona en caliente, se hace el mantenimiento anual en caliente. Para eso viene un señor desde Entre Ríos, que es especialista en este tipo de hornos”, dice Pedro García, representante de la cuarta generación de panaderos que encienden la llama de la panadería más antigua dela ciudad.
“Es una decisión conservar lo tradicional. Cada día prendo el horno a las 15, le damos seis horas de leña de eucaliptus colorado, que es la leña ideal para hacer brasa”, cuenta Pedro.
El horno es la estrella de la panadería: los ladrillos con fuego durante seis horas, las paredes de un metro de ancho, una bóveda de un metro de tierra. De ese horno sale un pan que por fuera es crocante y por cual muchos clientes de La Espiga de Oro se toman el tren y vienen desde Glew y desde Burzaco exclusivamente a comprar.
Hacen siete kilos de pan dulce por día y lo hacen todo el año. El especial, con cáscara de naranja, castaña, almendra y nuez y un pan dulce largo que es posible comprar por peso. Otra de las estrellas de la panadería es la rosca de Reyes.
“La atención es todo”, dice Pedro cuando se le pide algunos de los secretos. Lo dice rodeado de muchos comercios donde ya casi nadie atiende, sino que despacha. En su local, todavía se conservan esas viejas formas del buen atender. “Acá las chicas hacen la diferencia”, dice sobre el personal.
-¿Y qué te ocurre con las panaderías que han perdido lo artesanal del oficio?
-Ellos hacen otra cosa, todo es necesario, no está mal. Creo que la panadería artesanal debería tener algún tipo de apoyo. Acá cerca hay un supermercado que vende pan pre cocido, lo terminan de cocinar y lo venden. Tal vez nosotros deberíamos tener alguna protección contra eso.
Aunque renovó su maquinaria, tiene amasadoras de 1930, compradas por su bisabuelo. Su sangre dejó una marca en Longchamps. “Mi abuela fue el primer nacimiento de esta ciudad. Se llamaba María Asunción Ramírez”, que nació en una casa de Longchamps. Por entonces, había paredes de adobe que reformaron hacen 60 años. La sección de pastelería era una habitación de la casa.
De aquellos años, todavía recuerda Pedro el barrio “extremadamente tranquilo” con calles desérticas a la hora de la siesta, donde era posible cruzar las vías a pie porque no había alambrado, túnel, murallón ni elevación. “Mirabas el tren desde lejos y podías ir en ojotas, tranquilo, que llegabas a tomarlo. Los trenes corrían lento, a gas oil. Recuerdo el puente de la estación y recuerdo muy bien la estación vieja”, dice Pedro.
A los 53 años, habiendo estudiado administración de empresas e ingeniería eléctrica, Pedro eligió “arremangarse”. “Cuando hay crisis no tenés margen. El pan es de primerísima necesidad. Pateás un impuesto y esperás a que pase la tormenta cuando aumenta la harina o cualquier otro insumo. Las crisis empiezan pero en algún momento terminan. Hay que ser positivo y mirar para adelante. Este año, con un mínimo de normalidad, tenemos que superar a 2020”.
Pedro apura la nota porque el horno lo espera. “Tratamos de hacer lo mejor posible. Para mí no hay como el pan cocinado sobre una baldosa y al horno a leña. Agarrar un pancito, meterle jamón crudo y comerlo es algo que no tiene precio”, dice Pedro. Y tiene razón.
Fotos: Agustina Ancales