El 12 de marzo de 1940 pasó a la eternidad un religioso que empezó dejando una marca en su Italia natal para extenderla luego a la localidad de Claypole, donde desde hace 17 años está su corazón como un símbolo del amor que profeso por su obra. Se trata de Luigi Orione o Don Orione a secas, fundador de una obra que hoy sigue prestando un servicio fundamental a la comunidad: el Cottolengo Don Orione.
“¡Pobre sotana mía, no da más, como mi propia vida!”, decía Don Orione días antes de su muerte. “Quiero morir en el surco, con la mirada en el cielo y trabajando”, deseaba. “No es entre las palmas que yo quiero vivir y morir; sino entre los pobres, que son el mismo Jesucristo.”
Fundador de la congregación religiosa “Pequeña Obra de la Divina Providencia”, popularmente (conocida como Obra Don Orione, Luigi era el cuarto hijo de Vittorio Orione y Carolina Feltri. De infancia humilde, recibió la fe cristiana de su madre. Fue ordenado sacerdote el 13 de abril de 1895.
En los comienzos de su ministerio Don Orione fue descubriendo poco a poco su verdadera vocación, reuniendo a niños de escasos recursos para ayudarlos en sus estudios. Su ayuda fue crucial para asistir a las víctimas del terremoto de Mesina, ocurrido en 1908.
Don Orione fundó la obra de los Ermitaños de la Divina Providencia en Italia (1899) y la Congregación de las Pequeñas Hermanas Misioneras de la Caridad (1915). Fue en 1915 que se abrió el primer Pequeño Cottolengo en Italia. Su obra lo trajo a América del Sur en dos oportunidades, en 1921 y 1934. Cruzó en barco el océano y visitó Brasil, Uruguay, Argentina y Chile.
Recién en 1980, Juan Pablo II le hizo justicia al beatificarlo primero y al canonizarlo en 2004. El 29 de agosto de 2000 su corazón llega en un relicario para residir definitivamente en el Cottolengo del barrio Don Orione, en la ciudad de Claypole, provincia de Buenos Aires, Argentina. Desde ese día este santuario es lugar de peregrinación de los fieles.
El mismo 12 de marzo de 1940 recibió al Presbítero Terenzi, párroco del Santuario del Divino Amor, en Roma, y le ayudó en misa como un simple monaguillo. Al caer la noche, despidiéndolo, le escribió en una tarjeta postal: “¡Ave María y adelante!”, decía simplemente. “Jesús, Jesús… ya voy”, fue lo último que le oyó decir. Reclinó su cabeza sobre el pecho del hermano enfermero, en la paz de Dios. Y se convirtió en mito.