Cuando en 1992 se apagó la vida terrenal de Atahualpa Yupanqui, nacido como Héctor Roberto Chavero en Pergamino, 84 años atrás, el escritor, poeta y guitarrista ya era una leyenda de la música de raíz folklórica a la que elevó con composiciones que demostraban una enorme profundidad que iba más allá de ellas.
De ese 23 de mayo en que partió al “gran silencio” como solía decir él mismo a quienes se iban de este plano hacia otro, se cumplen 30 años y entonces es oportuno repasar la vida de un hombre dedicado a tiempo completo, a vida completa, a difundir el arte de los suyos, de los que habían sentido como él, el frío en los pies y en el alma, el gusto amargo del desempleo y la desazón.
Reversionado por Divididos en la década de 1990, el autor de “El payador perseguido”, empezó a ser conocido en otros públicos más allá del específicamente folklórico, donde ya era amo y señor. Pero Yupanqui fue más allá de un libro, de una canción para ser coreada por las tribunas; fue un concepto. Él y su guitarra desenchufada siempre, sonando honda, invitaba a la reflexión sin estridencias ni artificios.
Afiliado al Partido Comunista en los años del primer peronismo, fue torturado en prisión por su ideología: eso explican las curvas de sus dedos; ahí las fuerzas de seguridad concentraron su odio, en las manos de Yupanqui, que tocaron hasta el final de sus días, cantando algunas letras como estas: “Dicen que no tienen canto / los ríos que son profundos. / Mas yo aprendí en este mundo / que el que tiene más hondura, / canta mejor por ser hondo, / y hace miel de su amargura“.
Escribió más de 1.200 canciones y una decena de libros.
El recuerdo de Jairo
Composiciones como “Los hermanos”, “Camino del Indio”, “Los ejes de mi carreta”, “Zamba del grillo”, “La olvidada” y “El alazán”, entre otras, fueron recreadas anoche por Jairo y Juan Falú en el Auditorio Nacional del CCK.
En un pasaje de la noche Jairo recordó la importancia que tuvo para Atahualpa su compañera Nenette (su nombre completo era Antonietta Paule Pepin Fitzpatric), quien tras muerte en 1990 dejó un vacío inmenso en la vida del artista.
“Su mujer Nenette tocaba el piano maravillosamente y ella solía tocar para él obras de Chopin. Falleció en Buenos Aires y cuando Atahualpa tras su partida volvió a París, me dijo que se sentía como un trapo viejo. ‘Quisiera estar en Alaska bajo la nieve’, me dijo Atahualpa, que en ese momento era un hombre libre, pero también un hombre solo”, recordó Jairo.
Sus restos descansan al pie de un algarrobo, en el Cerro Colorado cordobés que eligió para construirse una casa sencilla de difícil acceso donde pasó sus últimos años. Pero no hay tumba capaz de guardar semejante canto expandido por toda la tierra.