El espacio es verde por donde quiera uno mirar: las enredaderas retorcidas entre los alambrados, las ligustrinas cortadas al milímetro, el pasto que se extiende más allá de la vereda, los paraísos que abrazan con la sombra y frenan el sol matador del verano post pandemia.
En Villa Lugüercio, un poblado de 400 habitantes repartido sobre uno de los márgenes de la Laguna de Lobos, a 13 kilómetros del pueblo donde nació Juan Domingo Perón, el verano se nota en el sol, pero el verde ofrece un manto fresco para este espacio referencia para los pescadores, que llegan hasta aquí para probar suerte con el pejerrey y la tararira, las estrellas de la laguna.
Otras y otros prefieren probar suerte con la moto de agua o con el kitesurf, aprovechando una zona ventosa de la laguna donde la vela de infla y la tabla de eleva. Eso también, para quienes estamos en la orilla, se convierte en un espectáculo más y abre el abanico de esta villa, donde es posible relajarse pero también probar la adrenalina.
Es una mañana de domingo y la villa, que durante la noche ofreció un silencio conmovedor, empieza lentamente a estirar las piernas: los más grandes salen a hacer las compras al único mercado del pueblo, otros se la juegan en la carnicería, que no es precisamente barata, los demás salen al patio a tomarse todo el sol y todos los mates.
Las calles, con números y nombres de árboles o peces, son de tierra, salvo la avenida Costanera, de asfalto nuevo, que por momentos tienta a los rápidos y furiosos. El espacio, para las personas sin alteraciones psíquicas, invita al tránsito lento, a caminar. Eso hacen las parejas, las mochileras y los pescadores. Caminan a paso lento y arrancan, de tanto en tanto, el ladrido de algún perro, encerrado por suerte.
El que más ladra es uno negro que lo hace para hacernos saber que no muerde. Está al lado de la panadería más famosa de la villa: Quimey Quipán, un sitio modesto donde se come el mejor can casero del universo hecho por Yolanda Martínez. «A la gente le gusta lo que hacemos», resume cuando se le piden secretos de su pan, de sus medialunas, de los bizcochitos y los picarones elaboradas en la calle 33 entre 1 y 2.
Algunos en bicicleta llegan desde Lobos, pasean por la villa y al regreso se dan una vuelta por Salvador María, un pueblo distante a 4 kilómetros, donde se agrupan un puñado de casas.
La laguna le da al lugar un encanto especial, también por la avifauna del lugar. Aunque las cotorras son las dueñas del aire y del silencio, hay teros, calandrias en pareja y algún pájaro carpintero que se deja ver cerca de las vías donde la estación “Fortín Lobos” se conserva olvidada, entre rieles silenciosos.
Todavía quedan vecinos y vecinas empeñados en levantar columnas de humo incinerando el pasto en la calle, pero el lugar conserva esa calma de pueblo que no alteran ni el reggaetón del domingo ni un grupo de jóvenes que el sábado por la tarde hacen temblar las hojas de los eucaliptus con los parlantes.
Villa Logüercio fue posta del Ferrocarril del Sud en los tiempos del tren a vapor y hasta que la ex gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal cerrara Ferrobaires, pasaba el tren y era posible caminar los 500 metros desde la estación hasta la laguna de Lobos. Hoy queda el cartel de «Fortín Lobos» y las vías mudas cubiertas de pasto seco. Pero está la laguna y una villa turística que merece ser visitada, aunque sea de forma fugaz.
Cómo llegar:
Desde Glew, tomar ruta 6 y luego ruta 205 (92 kilómetros el total del viaje).
Desde Lomas, Lanús o Adrogué conviene tomar la Autopista Ezeiza-Cañuelas (tomar Seguí hasta Ruta 4 y doblar en Lucano Vallete-Fair hasta la subida de la autopista. En Cañuelas tomar la ruta 205.
El costo del combustible es mayor en Lobos, por lo cual se recomienda cargar antes de tomar la autopista.