El miércoles 29 de junio de 2016 partió de Sierra de la Ventana el tren 351 con destino a Plaza Constitución. Era una noche típica de las sierras, con un frío que bajaba seco sobre los rieles. El jefe de la estación, Marcelo Fabián García, saludó al guarda primero y al maquinista después. “El viernes nos vemos, socio”, le dijo. Ninguno de ellos sabía que esa iba a ser la última vez que iba tocar el chifle anunciando la salida o la llegada de un tren desde la estación de la que fue el jefe por 25 años.
“Ese tren se fue y nunca más volvió”, le dice ahora Fabián a Brown On Line, sentado en el banco de la estación el último domingo de diciembre de 2018, leyendo el diario, donde ya no es noticia que por la estación no pasen más trenes de pasajeros, justo en un punto de semejante importancia turística. “Ahora pasan cuatro trenes de carga por día”, dice melancólico.
Nadie le notificó a él que el 30 de junio de 2016 dejaban de funcionar los servicios de pasajeros. Se enteró por sistema cuando fue a vender un boleto y todos los servicios aparecían con la palabra “cancelado”. “Nos quedamos con todos los pasajes vendidos y el furgón lleno de encomiendas que jamás se pudieron entregar”, dice.
La gobernadora María Eugenia Vidal había firmado ya el decreto que terminaba con Ferrobaires, la empresa estatal encargada del servicio, sin que ningún sindicato hiciera siquiera media hora de paro ante semejante desguace.
“Fue una decisión de la gobernadora cerrar el servicio primero y luego la estación. Hoy la convertimos en museo pero no nos resignamos. El tren tiene que volver”, se anima Marcelo, que a los 46 años fue empujado a firmar su salida de Ferrobaires, la empresa que Vidal hizo trizas. “Echaron a 1500 ferroviarios de un tirón y siguen echando: de a cinco, de a diez, de a 15”, cuenta.
Alma de ferroviario
Marcelo García tiene las venas de acero y la sangre del ferroviario, ese particular gusto por los sonidos del tren, el bullicio de las estaciones, los sueños de los que viajan. Heredó de su hermano, que a su vez había heredado de su padre, la jefatura de la estación serrana en la que primero dirigía a cuatro personas, a las que fueron echando hasta que se quedó solo.
“Conservaba mi categoría pero tenía que hacer el trabajo de todos: vendía boletos, cortaba yuyos, limpiaba los baños, cambiaba las lámparas que se quemaban, pintaba”, describe.
El papá de Marcelo, un hombre de bigotes anchos y reputación intachable, también fue jefe de la estación de Sierra de la Ventana. Pero lo de Marcelo excede la sangre; García sabe que el ferrocarril no puede ser un negocio cuantificable en una planilla de cálculos. “El tren es un factor social”.
Marcelo nos hace el recorrido por los espacios de la estación: su jefatura, la sala de mujeres y el salón donde la memoria ferroviaria está intacta: valijas, faroles, tinteros, pica boletos, sillones, teléfonos colgados en la pared, escritorios, en un espacio con entrada libre y gratuita.
“Viene muchísima gente al museo y le da pena que ya no pase el tren. Nosotros hicimos este espacio, pero la estación no fue creada para esa función. Lo hicimos para conservarla”, afirma.
La estación de tren de Saldungaray será una terminal de micros y firmará así su propia sentencia de muerte. La de Sierra de la Ventana, al menos, venderá boletos del tren que pasa 57 kilómetros más allá, en Tornquist y está lista para, en cualquier momento, despachar un tren con pasajeros, el sueño del jefe de la estación.