El 31 de enero de 1908 se desató una lluvia apocalíptica. Como Campo de la Cruz, el paraje donde vivía la familia, estaba a 25 kilómetros de la bonaerense Colón, su padre pensó en ir a anotarlo al bebé allí. Pero el camino embarrado lo hizo cambiar de parecer. Entonces, inscribió a Héctor Roberto Chavero en Pergamino, a 30 kilómetros. Con los años, el niño Héctor sería Atahualpa Yupanqui.
De su tío Gabriel aprendió que un amigo era uno mismo en el cuero de otro. En un campo de Agustín Roca, en Buenos Aires, escuchó de boca de Romualda, la esposa del capataz, las vidalas que le alegraron la oscuridad que lo envolvía cuando tenía ocho años. De Bautista Almirón, cuando ya estaba en Junín, aprendió los rudimentos de la guitarra, donde sí pudo usar la izquierda que una maestra le prohibió para escribir.
Aprendió a ahuecarse para tocar la guitarra y supo que existían Bach, Granados, Albéniz. Leyó Arthur Shopenhauer, José Hernández, Miguel de Cervantes, Frererick Nietzche. “Leía hasta aquello que me hacía daño. Leía, sin sistema ni mucho orden, lo que el mundo iba escribiendo”, decía. Pero fue el camino la verdadera universidad de Atahualpa Yupanqui, quien hoy hubiera cumplido 110 años.
Le puso el oído al paisano, le dio voz al indio y soltura a sus pies caminantes. Ya en el comienzo de su senda sabía que el canto no era para portarlo sin compromiso. A los 12 años, descubrió la existencia de un ritmo para cada narración. Para los asuntos del corazón o la soledad la milonga era el mejor vehículo. No imaginaba que alguna vez iba a cantarle varias milongas a los asombrados franceses, desde donde su canto de exilio y militancia iba a brotar como una flor en el desierto.
La intemperie le curtió el cuero a Héctor Roberto Chavero y el sol le sacó lustre a su cara india, cultura a la que homenajeó con dos nombres que formaron al compositor insignia del folklore argentino: Atahualpa Yupanqui. En Tucumán, adonde llegó gratis porque los hijos de los empleados ferroviarios no pagaban pasaje, se anotó en el alma el paisaje. Conoció la zamba, el cañaveral, los helechos; sintió el golpe del legüero y supo que esa percusión era la respiración de la tierra, a la que sólo había que oir. “Los que cantan ritmos de otros países no se han hecho amigos del viento y han de pasar por la tierra sin haberla traducido”, dijo alguna vez.
Temprano aprendió a traducirla. Escribió su primera canción en Junín, en 1926, cuando se enteró de que había muerto Don Anselmo, un tucumano con quien sabía andar las sendas pedregosas. Así nació “Camino del indio”. Pero Atahualpa no se hacía cargo del invento: le echaba la culpa al cielo, el más azul que hasta entonces había visto.
El 23 de mayo de 1992 su silencio se hizo golondrina en Nimes, Francia, desde donde su nombre se había desparramado por el mundo. Será por siempre el hombre que cantaba las penas para no llorarlas, mientras se atragantaba con las coplas de sus hermanos o caminaba por senderos de piedra y soledad. “El primer deber del hombre es definirse, ubicarse como enemigo de un viejo pleito entre la mentira y la verdad”, se había impuesto.
Yupanqui tuvo mucho de poeta y de músico, de narrador y de cronista de su tiempo, pero también de filósofo. Ese camino que andaba para ser eso que diseñó. Ser canto y camino, ser copla y guitarra, ser viento y canción. Y no tener nombre; perderse en los pliegues eternos del saber popular, el espacio que la historia le tiene reservado a los verdaderos grandes.