El 24 de agosto de 1899, en Buenos Aires, nacía Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo. En homenaje a uno de los autores de la literatura más importantes del siglo XX en 2012 se declaró su fecha de nacimiento como el “Día del Lector”.
Los vecinos de Almirante Brown ostentan el orgullo de que el gran escritor argentino inmortalizara a una de las más añejas localidad del distrito Adrogué, adonde pasó varias horas de su vida. Borges lllegó a Adrogué de pequeño, con su familia: “Aprendí a andar en bicicleta y paseé entre los árboles, los eucaliptus y las verjas“, dijo en una conferencia que llamó “Adrogué en mis libros”, de 1977.
Su madre, Leonor Acevedo, compró un terreno en Diagonal Brown al 300 y levantó una casa a la que irían durante los veranos con su familia. Hoy funciona allí el museo Casa Borges.
Durante su infancia, el escritor pasó varias temporadas en esa localidad y sus recuerdos dejaron huella en su obra, una de ellas el poema “Adrogué”, que compartimos para recordar a unos de los autores de cabecera de millones de personas.
Adrogué
Que yo me pierda entre las negras flores
del parque, donde tejen su sistema
propicio a los nostálgicos amores.
O al ocio de las tardes, la secreta
ave que siempre un mismo canto afina,
el agua circular y la glorieta,
la vaga estatua y la dudosa ruina.
Hueca en la hueca sombra, la cochera
marca (lo sé) los trémulos confines
de este mundo de polvo y de jazmines,
grato a Verlaine y grato a Julio Herrera.
Su olor medicinal dan a la sombra
los eucaliptos: ese olor antiguo
que más allá del tiempo y del ambiguo
lenguaje, el tiempo de las quintas nombra.
Mi paso busca y halla el esperado
umbral. Su oscuro borde la azotea
define y en el patio ajedrezado
la canilla periódica gotea.
Duermen del otro lado de las puertas
aquellos que por obra de los sueños
son en la sombra visionarios dueños
del vasto ayer y de las cosas muertas.
Cada objeto conozco de este viejo
edificio: las láminas de mica
sobre esa piedra gris que se duplica
continuamente en el borroso espejo.
Y la cabeza de león que muerde
una argolla y los vidrios de colores
que revelan al niño los primores
de un mundo rojo y de otro mundo verde.
Más allá del azar y de la muerte
duran, y cada cual tiene su historia,
pero todo esto ocurre en esta suerte
de cuarta dimensión, que es la memoria.
En ella y sólo en ella están ahora
los patios y jardines. El pasado
los guarda en ese círculo vedado
que a un tiempo abarca el véspero y la aurora.
¿Cómo puede perder aquel preciso
orden de humildes y pequeñas cosas,
inaccesibles hoy como las rosas
qué dio al primer Adán el Paraíso?
El antiguo estupor de la elegía
me abruma cuando pienso en esa casa
y no comprendo cómo el tiempo pasa,
yo, que soy tiempo y sangre y agonía.