Por Esteban Raies
Compartimos tres historias ocurridas durante y después de que Argentina ganara el título mundial, con Lionel Messi como estandarte y tras superar 4 a 2 a Francia en los penales luego de un infartante 3-3.
Los amores de Enrique
Hace una hora que Argentina se consagró campeona del mundo en Qatar y la felicidad se extiende por esta calle Maipú elegida como epicentro de la alegría. Enrique Dragneff camina por las calles del Banfield del que se alejó hace 23 años, cuando se fue a Alicante. En su viaje no dejó a Banfield, ni al barrio ni al club: se lo llevó con él. Volvió hace cinco días, con Tere y con Alejo, su mujer y su hijo de 7 años, respectivamente. El niño viste de Messi y no se bajará jamás de los hombros de papá.
Enrique llegó al país para visitar a los afectos, a mamá y sus hermanos, a sus amigos, a los del barrio y a los de la escuela. A mamá debió ir a despertarla porque cuando ella y sus 81 años se fueron a descansar un ratito, Francia empató. “Vení mamá, tenés que estar acá mirando el partido con nosotros”, le dijo. El desenlace explica que no se equivocó.
Pero ni siendo guionista podía imaginarse que celebraría justo en el barrio de su corazón y en la emblemática esquina de Maipú y Alsina esta alegría que no le entra en el pecho, porque lo tiene apretado de emoción. “Esto para mí es increíble, no lo puedo explicar y no lo puedo creer”, dice. Por debajo de los lentes se le adivina la emoción en los ojos.
¿Qué quiere decir campeón?
Santi tiene cuatro años y llega a Banfield para festejar. Lo mira a su padre justo cuando este lo alza para ver el centro de la fiesta: el chi qui chá del murgón a toda máquina, la espuma volando por un cielo que es de un color que desde hoy se llama celeste alegría, la gente que salta porque el que no salta es un inglés y aquí no hay ni uno de esos.
El niño canta y se sacude en los hombros de papá y le pregunta qué significa ser campeón del mundo. Quiere saber adónde irá mañana esta alegría, en qué se convertirá este logro los días que siguen, el mes que viene, el otro, el año que entra, el próximo. Tal vez le está preguntando también qué va a cambiar a partir de hoy, si algo de la vida de todos habrá cambiado para siempre mientras Gonzalo Montiel metía el gol consagratorio en la tanda de penales.
El padre canta y salta con él arriba y cuando la marea de gente lo empuja hasta el borde de la caída, entonces lo baja al niño y lo alza, lo besa, lo mira de cerca, como si su hijo fuese la mismísima copa del mundo que hace un ratito levantó Messi. Le dice. “Significa esto, Santi, ser campeones significa esta alegría”. Y llora mientras el “muchaaaachooooos”, la cortina musical de la felicidad, nos abraza a todos.
La promesa de Sergio
Sergio Del Valle hizo 40 kilómetros para no ver ni escuchar el partido. Para estar en total soledad en su casa en construcción de Domselaar, porque fue ahí donde estaba cuando la Selección avanzaba en Qatar, partido a partido, final a final, durante todo el mundial. Justo cuando la Selección salió a la cancha Sergio salió a trotar con Felipe, su perro, a jugar su propio partido por las calles desérticas de esa zona semi rural del partido de San Vicente, donde hay apenas un puñado de casas y el silencio es amo y señor.
“Me pongo muy nervioso y me hace mal, por eso preferí no verlo ni escucharlo”, le dice a Brown On Line el hombre que es triatlonista pero en los años 80 pudo haber sido jugador profesional si no hubiera corrupción en este hermoso deporte. De cualquier modo, en algún lugar de su ser sigue con la 10 en la espalda.
Mientras Di María enganchaba contra el área francesa, Felipe se metió en un campo lindero y alguien lo echó a los gritos. Sergio adivinó el gol de Messi tras la finta de Di María y el posterior penal, porque alguien lanzó un grito que escuchó como en sordina, pero no sabía quién lo hizo ni cómo. Y no tenía ni idea de cómo iba el partido.
Regresó cerca de las 13 a su casa, ya Di María había hecho el segundo gol en una contra lujosa. Sergio cortó un matafuego viejo y fabricó una campana. Mientras la soldaba a la tranquera de la entrada, escuchó un grito largo, dolido y lejano. “Mbappé y la puta que te pariooooo”. Supo que algo había pasado y no era bueno. No miró el celular, que escuchaba sonar por los mensajes de su mujer. Se lavó, siguió trabajando, tratando de que su cabeza se alejara de todo aquello; una máquina, otra, una herramienta, otra y todo pasaría pronto.
En algún momento miró la hora, pensó que había pasado mucho tiempo sin señales, como en el cuento “La observación de los pájaros”, de Roberto Fontanarrosa. Tal vez pensó que todo había terminado, que otra vez nos habíamos quedado con las ganas, que todo pasa y todo llega, menos la Copa del Mundo. La tarde se estiraba más de la cuenta hasta que en algún momento escuchó un cohete que estalló contra el cielo y enseguida otro y otro más y a un grito lejano se sumó uno cercano y el alma empezó a volver a su cuerpo, lentamente.
Cuando alma y cuerpo se unieron otra vez, Sergio supo que él también podía llorar de emoción y estaba en todo su derecho a subirse al molino para gritar a todos los vientos que era campeón otra vez, por tercera vez. Supo que debía cumplir su promesa. Sin quitarse la ropa saltó al lago que construye en su casa, que casi sin agua era un mar fangoso. Lo hizo mientras se pasaba el barro por la cara, en su casa, solo y llorando de felicidad.